“París nunca volvería a ser igual, aunque siga siendo París”.
Ernest HemingwayAún recuerdo la primera vez que llegué a París, era una noche a principios de verano. Las luces de la ciudad brillaban en mis ojos. París era mucho más de lo que sabía de ella. Era más que todo lo que había escuchado, leído, visto en películas y fotografías. Pero no fue hasta que volví a finales de otoño cuando descubrí el verdadero sabor a París, eso sí era algo para inspirarse. Y como alguien que lleva mucho tiempo con los ojos cerrados, sentí que una luz me había despertado.
Île Saint- Louis. Un café a orillas del Sena. Invierno por la tarde.
Los árboles desnudos dejan ver el extremo contrario del río. Notre Dame ha quedado en la isla de junto. Unas horas antes había tenido una de las mejores vistas de la ciudad desde allá arriba. Es una ciudad bien trazada. Estoy en el centro de París. Aquí fue donde llegó el pueblo celta de los Parisii (parisios), primeros fundadores de la isla. El nombre que recibe es en honor al Rey Louis IX de Francia o Saint Louis, tras ser canonizado por la iglesia católica. Hoy es una zona de clase alta que conserva su estilo clásico del siglo XVII. Se conecta con el resto de la ciudad por el Pont Marie, Pont de la Tournelle, Pont de Sully y Pont Louis Philippe. El Pont Saint- Louis la conecta con su hermana un poco mayor: L´Île de la Cité. El Sena la aleja de la urbanización y de toda oleada de modernización que ésta pueda traer consigo; el agua dulce la rodea y mantiene a flote. Ahora es una de las áreas mejor conservadas de la ciudad, declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad por la UNESCO. Es un sitio ideal para poner los pies en marcha sobre el camino de piedra.
Dejando que los pies fueran mi guía me encontré con este pedacito auténtico de la vida francesa. El ruido citadino ha quedado ya un poco más lejos. A pesar de ser una zona residencial, en su mayor parte, es también visitada por los turistas que han sido atrapados por la sensación histórica que destila. Agradezco que no sea tan visitada como otros sitios de interés, creo que en parte es eso lo que la mantiene tan pura. Hoy no hay turistas. Todos parecen locales: hombres que leen el periódico, mujeres que se reúnen a platicar, otros que salen a hacer las compras y algunos que se juntan en bares y restaurantes.
La cafetería se ha llenado rápido. La terraza no deja ni un lugar disponible, por suerte llegué a tiempo para conseguir uno. El sol parisino es muy tímido, y más aún en esta época del año. Las nubes, nada miedosas, empiezan a bajar. Froto una mano con la otra y las llevo a la boca. Debí haber traído los guantes. He ordenado un café au lait para calentarme un poco. La gente se encoge y cruza los brazos con la llegada de un aire fresco. A la distancia se vislumbra una cúpula dorada. Dos jóvenes francesas discuten sobre lo que podría ser. El mesero me pregunta si sé qué es. Le digo: Les Invalides. Antes he intercambiado unas palabras en inglés con una amiga, y eso al parecer me convierte instantáneamente en inglesa.
-Ellas son inglesas y conocen mejor la ciudad que ustedes.
Se da la vuelta y se retira con una sonrisa. Ni tiempo me da de contradecirlo. Sólo nos queda reírnos. Y es que yo de inglesa no tengo nada. Lo intento seguir con la mirada pero en el camino vislumbro algo a la distancia que capta mi atención. Me encuentro con una escena que bien podría ser una de esas que hemos visto en películas al estilo Woody Allen. Una pareja camina por el puente y a la mitad se detiene. Ella abre su bolsa y busca algo en su interior. Saca un cigarro y se lo pone entre los labios. Él lo enciende. Casi escucho lo que ambos están pensando. El humo les cubre las caras, creo que distingo una sonrisa aunque ya no es muy clara. Una moto pasa por enfrente. La neblina cruza el puente. Con cada respiración la siento más cerca. Los faroles acaban de ser encendidos. El sol es bastante flojo en estos días. A veces lo extraño y otras no tanto.
No mentiré, es agradable ver el cielo azul y dejar los abrigos en casa. Pero es más especial disfrutar de París sin los enormes tours que se desplazan en manada, los grupos de jovencitas festejando sus “Sweet 16” y los cientos de “fotógrafos” apuntando hacia lo mismo. Todos ellos cegados por el bonito sol veraniego. Y los parisinos disfrutando de él lejos de casa. En invierno París podrá tener más neblina, pero sin importar lo nublada que esté nunca te nublará la vista. Pues aquellos que saben mirar podrán ver los detalles a través de ella.
La pareja ha avanzado un poco más, ahora entran en una callejuela. Doblan en la esquina y los pierdo de vista. Le doy un último sorbo al café y pido la cuenta. El viento me mueve el cabello frente a la cara. Lo separo con los dedos para intentar ver un poco más claro. El mesero se despide amablemente y le contesto, es puro vapor lo que sale de mi boca. Cruzo el mismo puente por el que llegué. Giro para ver el corazón de París una vez más. Lo contemplo un momento. Ahora con los ojos bien abiertos guardo para mí esa imagen que nos inspira a ser artistas y soñar. La neblina ya más densa lo tapa. Al menos yo sé lo que se esconde detrás. Son ahora memorias con un dejo de melancolía.
Aún recuerdo la última vez que vi París, era una mañana a mediados de verano. Los turistas estaban llegando y yo ya me iba.
«Fluctuat Nec Mergitur»
(Navega, sin ser nunca sumergido)